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A veces un objeto se convierte en monumento por simple reiteración. Por pesado. Sucedió con la Torre Eiffel, mamotreto de hierro que los parisinos odiaron durante años hasta que se convirtió en el símbolo de su ciudad. Y ocurrió, a menor escala, con el coche de Angelo Fregolent. Este anciano de 94 años encontró un buen sitio para aparcar su coche. Tan bueno que decidió no volver a moverlo de ahí.
Era 1962. Seis décadas después, cualquiera con Google Maps puede comprobar que Fregolent es un hombre de palabra. Su Lancia Fulvia gris sigue aparcado en el número 7 de la vía Zamboni, en el pueblo italiano de Conegliano.
Al menos en el mundo virtual. En el real, el coche fue retirado hace unos meses para exponerlo en el Salón del Automóvil de Padua durante unos días. La idea era restaurarlo de forma gratuita después y volver a colocarlo en el pueblo, pero el proceso se ha paralizado por falta de fondos.
Los vecinos consideran este coche como un elemento más del pueblo, tan cotidiano como la iglesia o la pizzería. Incluso el presidente de la región Véneto, Luca Zaia, ha declarado su admiración por este vehículo, que veía a diario cuando era pequeño al ir a la escuela. Así que han iniciado una campaña de micromecenazgo para sacar lustre al coche y devolverlo a su lugar original. Siempre que nadie le haya robado el sitio antes.
El Lancia Fulvia del signore Fregolent se ha convertido en un símbolo por pesado y por bonito. Porque lleva medio siglo ahí y porque ahora nos parece retro. Pero en un principio solo era un coche más, semiabandonado (aunque el signore Fregolent lo lavaba con cierta regularidad) en mitad de la calle. La gente del pueblo le preguntaba por qué había dejado el coche ahí. Después se lo preguntaron los periodistas. Fregolent, que ha dado varias entrevistas a la prensa local, explicó que cuando dejó de conducir le pareció buena idea usar el coche como almacén. Allí dentro guardaba los periódicos excedentes de su quiosco, que está al lado. Una vez jubilados, tanto él como el coche, decidió dejarlo donde estaba. No podía conducir, pero le gustaba verlo desde su casa. Se había acostumbrado a admirar su viejo Lancia. También lo había hecho el resto del pueblo, que asumió con naturalidad que tenían una plaza de parking menos, pero un monumento más.