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Contemplemos un barrio residencial, de clase obrera y ladrillo visto, en las afueras de Barcelona. Una zona donde no se ven ni turistas ni etiquetas en redes sociales. Ahora pensemos qué puede cambiar ese lugar periférico. Siendo la Ciudad Condal, bastaría con incluir alguno de sus edificios dentro de una ruta modernista. O planificar algo que termine en el mar. Sin embargo, lo que hace que la gente se acerque ahora a unas calles de este tipo no son ni la arquitectura de Gaudí ni la brisa del Mediterráneo: es una biblioteca en honor a Gabriel García Márquez construida totalmente en madera y con elementos que recuerdan a ese Macondo que imaginó el escritor colombiano.
El caso, verídico, se da en Sant Martí, un distrito de la capital catalana de más de 220.000 habitantes. Allí se inauguró hace unos meses este edificio como un punto de encuentro y, más allá de las simples labores propias de un servicio público como este, se ha convertido en una referencia. Hasta él van usuarios de otros rincones para admirar la obra del autor de Cien años de soledad, curiosear entre sus más de 40.000 títulos o tumbarse a leer en una hamaca que simula ese universo mágico del Caribe.
Algo inesperado como este proyecto es capaz de cambiarle el aspecto a un barrio. “Lo ha dinamizado. Se programan actividades, se ofrecen las obras maestras de la literatura hispanoamericana y se nota la influencia nórdica adaptada a la realidad de aquí. Está teniendo un público brutal”, explica Jordi Gual, director técnico de las bibliotecas de Barcelona. Pensando en ofrecer un enclave cultural, han logrado ser una referencia. Un “palacio del pueblo”, siguiendo la definición del sociólogo estadounidense Eric Klinenberg.
Y no suele ser fácil: como decía Jane Jacobs, no todo responde igual a un propósito concreto. “Cuando tratamos con las ciudades tratamos con la vida en toda su complejidad e intensidad. Y como esto es así, hay una limitación estética en lo que puede hacerse con las ciudades: una ciudad no puede ser una obra de arte”, defendía la activista en su libro Muerte y vida de las grandes ciudades, publicado por primera vez en 1961.
Las ciudades, efectivamente, son un ente orgánico. Se alteran, mutan o se estancan por factores en ocasiones imprevistos. Se puede anotar sobre plano una remodelación completa, como ocurrió en Bilbao, y que triunfe. O idear todo un puerto nuevo, con gradas para campeonatos de vela y un circuito de Fórmula 1 y que termine siendo fallido. Para que una urbe funcione no basta el papel: hay ingredientes ocultos, dinámicas intangibles que aderezan o estropean la receta. El equilibrio entre diseño y las necesidades de los ciudadanos es lo que provoca el suflé perfecto.
En estos momentos, las adversidades con las que se encuentra la ciudad son varias. Y vienen de lejos. Una es la capacidad de ofrecer al residente un espacio cómodo y sostenible. Los términos que más eco tienen son el de la “ciudad de los 15 minutos” o el de las “supermanzanas”, que consisten en aglutinar todo a una distancia asequible a la hora de realizar las actividades principales: trabajar, ir al colegio, comprar o hacer deporte. En ambas predominan dos razones: devolverle al peatón su sitio y ser respetuoso con el medio ambiente.
Tendencia que ya lleva tiempo de relieve y que, con la pandemia, ha ganado fuerza: el teletrabajo ha establecido un precedente sobre cómo empeñamos el tiempo de transporte, y la expansión del virus ha puesto de manifiesto el peligro de espacios cerrados como los transportes públicos o la recompensa de lo conocido: como dice Ramón Lobo en su ensayo Las ciudades evanescentes, aquellos lugares de reunión, los locales donde pedimos “lo de siempre”, nos hacen sentir que pertenecemos a un grupo, condición esencial del ser humano.
De esta forma, la agenda política ha ido amoldándose a unas exigencias implícitas. Casi todas las urbes medianas y pequeñas ya contaban con zonas al aire libre donde practicar deporte. Ahora, por citar dos ejemplos españoles, Madrid y Valencia han restringido el tráfico en partes de la almendra central y han aumentado los kilómetros de carriles bici. En otras, este cambio va más lejos: las localidades de Amorebieta (Vizcaya) o Chirivella (Valencia) han suprimido los semáforos por glorietas o calles peatonalizadas. En la primera se realizó en 2000 y, según datos del consistorio, redujo el tránsito de 40.000 a 15.000 coches. En la segunda, los accidentes han mermado en un 70% y los 450 pasos de cebra que refulgen en su trazado son ya un sello de identidad.
Más radical fue lo que pasó en Portishead, a unos 200 kilómetros de Londres. Allí no solo eliminaron los semáforos, sino que retiraron todas las señales. Lo hicieron en septiembre de 2009 basándose en la teoría del “espacio compartido” de Hans Monderman. Este ingeniero holandés sostiene que una menor regulación otorga mayor responsabilidad a los ciudadanos y que estos la acatan de forma positiva.
Los resultados del proyecto han dado sus frutos, según acredita la web The City Fix: la ciudad costera de 22.000 habitantes ha abandonado en estos años los problemas de embotellamiento que se producían en el centro, ha ahorrado en recursos y ha demostrado que las conocidas como Naked Streets (calles desnudas) no merman la seguridad de los peatones ni de los conductores. Incluso declaran que aumenta “el sentido común y la cortesía en la carretera”.
Semáforos, señales, carriles aislados o un autobús ultrarrápido, como se plantea para el extrarradio de Madrid, están incluidos en este nuevo paradigma. El condimento son sus transeúntes, cada vez más preocupados por las emisiones de dióxido de carbono o con más opciones de movilidad: bicicletas públicas, patinetes eléctricos o incluso alquiler de coches por minutos. El concepto que se escucha en torno a estos nuevos modelos es el de smart city o ciudad inteligente.
Rafael Pla, presidente de la consultora Innovall, la define como la urbe que “emplea las nuevas tecnologías para mejorar la calidad de vida de sus habitantes, buscando sus necesidades y asegurando que su desarrollo sea en tres direcciones sostenibles: económica, social y ambientalmente”. La movilidad, asegura el experto a Ontheroad, “está replanteándose” en lo que “se refiere a emisiones de dióxido de carbono y cómo minimizarlas”. Uno de los pilares en este sentido es el cambio de paradigma en el transporte, pujando por lo colectivo o sin combustible fósil.
“Según las estrategias políticas de Europa y otros organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS), las ciudades van a evolucionar para cumplir con los objetivos 2030 y 2050 respecto a la contaminación ambiental”, arguye. Eso significa “edificios más sostenibles con nuevos materiales y reciclados, más espacios verdes y naturaleza integrada”. Aparte de una mejor conexión y menor circulación de vehículos individuales, más calles peatonales y viviendas con más luz, espacios abiertos y comunitarios. “La transformación digital es un hecho”, agrega Pla, que confía en un buen empleo de las tecnologías éticas y “con perspectivas éticas”.
Pero aún hay frenos. En la mayoría de las grandes ciudades predomina el coche o la necesidad de moverse decenas de kilómetros al día para ir y volver del hogar a la oficina, incluso después de las dinámicas de cercanía impuestas por la pandemia. En palabras de Manuel Romana, ingeniero de Caminos de la Universidad Politécnica de Madrid, muchos ciudadanos “viven y trabajan donde pueden”. Es decir, que sin un cambio estructural (como lo ha sido el teletrabajo) es difícil palpar la vida moderna.
“Un ejemplo es lo que los norteamericanos llaman Central Bussines District, que aquí sería algo así como el casco histórico. Allí va perdiendo papel el coche, pero la mayoría de trayectos se hace entre dos puntos con mala comunicación pública”, concluye Romana. Iniciativas que, quién sabe, van sumando hacia ese nuevo modelo. Ya sea a través de una glorieta, de una app de bicicletas o de una biblioteca en un barrio periférico.