Hace unos meses, en el centro de Madrid apareció una señal de parking un tanto extraña. Era morada en lugar de azul y se erguía no sobre un espacio vacío, sino sobre un banco. Era un parking, pero no de coches, sino de personas. La campaña de marketing callejera de la compañía de VTC Cabify señalaba un problema cada día más evidente. El espacio que dedican las grandes ciudades al estacionamiento de vehículos es abusivo. En España, país donde la campaña tuvo lugar, más del 62% de los ciudadanos considera que existe demasiado espacio dedicado al coche, según una encuesta de la empresa. No es un caso aislado, sino una tendencia global.

Las ciudades se transformaron durante todo el siglo XX para dejar hueco al nuevo protagonista, el coche, pero a medida que avanza el siglo XXI este modelo se muestra más y más caduco. No es tanto un problema de las vías que recorre, especialmente interurbanas, que sirven para acortar distancias. El problema del espacio que reclama el coche, especialmente en ciudad, es aquel donde lo dejamos cuando está inactivo. Es el aparcamiento. En EE UU, un lugar donde el uso de coches particulares está muy extendido, hay mil millones de plazas de aparcamiento, cuatro por cada coche existente. Entre el 70% y el 80% de las calles en las grandes urbes europeas están ocupadas por vehículos particulares, que además permanecen aparcados el 95% del tiempo.

El parking no solo supone problemas de espacio en las ciudades. El tráfico de agitación, es decir, los trayectos en busca de un aparcamiento, puede llegar a representar el 30% de los coches en determinados momentos del día. De media, un coche pasa alrededor de 20 minutos en busca de una plaza. Esto supone más tráfico, más contaminación y molestias para los conductores. 

 

Algunas ciudades han decidido cortar el problema de raíz, limitando aún más el espacio para aparcar. El ejemplo más destacado es Oslo, que en 2017 decidió eliminar todas las plazas de aparcamiento de su centro histórico. Claro que partía de una situación favorable, tan solo el 12% de los residentes tenían coche. Otras ciudades como Ámsterdam o Londres han optado por gravar enormemente los aparcamientos en ciudad, desincentivando el uso del coche. 

Sin embargo, a largo plazo, parece que el problema se resolverá no tanto por acción de los ayuntamientos, sino por las tendencias de los conductores. Un informe reciente del Rocky Mountain Institute sostiene que la era de la propiedad de automóviles privados puede llegar a su fin dentro de una década, a medida que se abaratan las nuevas redes de vehículos compartidos, eléctricos y posiblemente autónomos. En lugar de comprar un coche, se puede contratar un transporte cada vez que se necesite. En el caso de los coches compartidos, pasaríamos de tener miles de vehículos inactivos la mayoría del tiempo a unos pocos que sirvieran a todos los vecinos de un barrio.

Este cambio tiene el potencial de revolucionar no solo la forma en la que conducimos, sino la forma en la que usamos la ciudad. Y hay margen para rediseñar las urbes en consecuencia. Con calles más pequeñas y menos plazas de aparcamiento, la ciudad dispondría de más terreno para construir, por ejemplo, más viviendas asequibles. O para crear espacios comunes. Si funciona, podría ser el inicio de una nueva forma de moverse y de vivir. 

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