Yo tenía dieciocho años recién cumplidos.

Era el final del verano y el calendario indicaba que solo faltaban tres días para empezar mi primer curso en la universidad. Mi abuelo llegó hasta donde yo estaba, se sentó a mi lado y me sorprendió diciendo que había decidido comprarme un coche. Creí que bromeaba. Lo hablé con mis padres y ya tenían todo más que negociado a mis espaldas.

Camino del concesionario, cuando estábamos a punto de abrir la puerta, mi abuelo me sujetó el brazo y me hizo volver a la acera.

─Te lo compro, con una condición.

Podría haberme pedido lo que hubiera querido; yo le hubiera dicho que sí sin pensarlo. Era imposible negarme si ya tenía un pie dentro.

─¿Cuál? ─le pregunté.

─Que cada domingo me lleves al cementerio.

En octubre empezó el curso y también los trayectos semanales hasta la tumba de mi abuela. Para mí no suponía esfuerzo ninguno, incluso fortaleció la relación con mi abuelo, de manera que surgió entre nosotros una complicidad especial. A veces llevaba flores; otras, solo amor, caricias a la lápida y besos al aire. A mí me emocionaba verlo allí plantado, hablando con mi abuela de sus cosas. Hiciera frío o no, lloviera o no, mi abuelo nunca fallaba.

Hasta que llegó la primera semana de julio. Recuerdo aquel día porque nada más subir al coche me preguntó si llevaba suficiente gasolina. Le dije que sí, aunque se asomó al salpicadero para comprobarlo.

Me indicó que parara en una gasolinera y llenó el depósito.

─Hoy no vamos al cementerio. Te invito a comer en Toledo ─dijo, dando un par de golpecitos sobre la cartera que llevaba en el bolsillo de la camisa.

Era imposible contradecirlo. Su mirada, vidriosa y afable, me conmovía de tal manera que enfilamos la carretera sin más. Aquel día, mi abuelo estaba hablador, así que yo tan solo debía estar pendiente del tráfico y del climatizador del coche para conseguir compensar la canícula en la que estábamos inmersos por entonces.

Las noticias en la radio sobre la ola de calor proveniente de África se mezclaban con los recuerdos de mi abuelo cuando venía con mi abuela a Toledo.

─Teníamos hasta una mesa reservada. Siempre la misma.

Hablaba sin medida. No creo que fuera consciente del sol abrasador que nos rodeaba. Como conductor novato, ponía más atención a la carretera que a la conversación, pero debo reconocer que, entre una cosa y la otra, el viaje se me hizo muy corto.

Al entrar en Toledo y callejear hacia el centro, mi abuelo calló de repente. Miraba por la ventanilla en silencio, tal vez evocando una ciudad en blanco y negro. Aquellas callejuelas estrechas, las empinadas cuestas, el empedrado…, todo para él eran flases de memoria.

Fuera hacía un calor tórrido que provocaba un caminar lento a los valientes turistas que poblaban las calles. Llegamos con ganas de entrar en el fresco bálsamo del aire acondicionado del restaurante.

Pasé yo primero y sentí revivir. Detrás, mi abuelo se quedó parado en el umbral de la puerta, sofocado y bloqueado a la vez. Le vi cerrar los ojos e inspirar con las aletas de la nariz abiertas como branquias. Sonrió.

Aquella fue la primera vez que sonrió en toda la mañana. Olía a horno y a caldo.

Nos sentamos en la mesa que durante años habían ocupado ellos cada domingo.

─Déjame pedir a mí ─me dijo.

¿Cómo describir el deleite con que mi abuelo comía aquella perdiz estofada?

Durante las dos horas que estuvimos sentados me pareció verle rejuvenecer, contando anécdotas de cuando conoció a mi abuela. Se reía al rememorar en su cabeza las locuras de juventud mientras se extasiaba con la salsa. Aquella conversación me sirvió para conocerlo más y, si cabe, quererlo más también.

Pagó orgulloso y volvimos a salir a la calle sin ganas. Acerqué el coche y le recogí con el aire acondicionado a máxima potencia.

El termómetro marcaba cuarenta y tres grados. Creo que aquella fue la primera vez que veía ese guarismo reflejado en el salpicadero de mi coche. Mi abuelo se dejó caer en el asiento, se ahuecó la camisa para despegarla del pecho, suspiró, cerró los ojos y lloró por dentro.

Salimos pronto a la carretera en dirección a Madrid y volvimos tranquilos, sin prisa, escuchando música de la suya y de mi abuela. Hubiéramos llegado a casa sin problemas si un camión no hubiera tenido un fallo mecánico y se hubiera quedado bloqueado cortando los dos carriles de la autovía.

Cuatro y media de la tarde. ¡Cuarenta y cuatro grados!

El tráfico paró y dos filas de coches nos quedamos en un universo estático. Al fondo, muy al fondo, se veía el destello azul de la Guardia Civil. Definitivamente, no teníamos forma de salir de allí. Teníamos que esperar bajo aquel sol que caía a plomo sobre la carrocería del coche, que a duras penas soportaba mantener algo de fresco en el interior.

El carácter previsor de mi abuelo había hecho que me llenara el depósito saliendo de Madrid, así que nos pudimos permitir el lujo de mantener el motor en marcha para no ahogarnos allí dentro. Busqué información del accidente en internet. Por lo visto, estaba llegando una grúa especial para liberar el flujo de coches con normalidad. Me resigné a una breve espera y me dediqué a mandar Whatsapps mientras mi abuelo dormitaba.

Y entonces ocurrió.

Unos golpes en el cristal me sobresaltaron. Al volverme, vi a una chica haciendo girar la mano para que bajara el cristal. Le brillaba la cara y en su camiseta gris claro se podía ver una mancha oscura provocada por el sudor.

─Me estoy quedando sin gasolina. Llevo un buen rato en reserva ─dijo señalando con el dedo pulgar el coche que tenía a su espalda─. No puedo soportar más este calor. Os he visto con las ventanillas subidas y no he podido evitarlo. ¿Te importa que suba?

Nunca jamás llevaba el depósito lleno, salvo aquel día, que lo recargó mi abuelo. Hora y lugar exactos para coincidir. Así fue como conocí a Andrea, la que con los años se convertiría en mi mujer y que hoy mismo acaba de traer al mundo a nuestro tercer hijo. He pasado el día en el hospital, pero a última hora he venido hasta el cementerio para darle las gracias a mi abuelo por romper los planes aquel día.

Estoy seguro de que, de alguna manera, el influjo del amor que él sentía por mi abuela sirvió para que la casualidad y el destino trajeran a Andrea hasta mí.

Una caricia a la lápida, un beso al aire y, en unos días, perdiz estofada.

Escribe: Rafa Caunedo

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